lunes, 2 de mayo de 2011

-Debiste estar alucinando, en esta zona de la ciudad no hay tíos tan guapos…
-Qué no era alucinación, joder… eh, oigo la voz de tu novio reclámando, más tarde te doy detalles, chau.

Colgó sin despedirse, otra vez, volviendo a pasarse las sábanas verdes sobre la cabeza. Dios, temblequeaba de arriba abajo, y lo peor de todo es que en parte no se debía al frío. El encuentro con el joven irritable había turbado más que su salud (aunque el resfriado no se acrecentaría sino hasta dentro de unos dos días). No tenía la más perra idea que hacía allí, echa una bola dentro de su pijama favorito, pensando en que tal besaba el moreno ese.
Oh, por, dios. Que soberana estupidez; Debió mandar a la mierda la salud y bañarse con agua fría, helada, o mejor aún, desnudarse en la calle para darse allí mismo una ducha. Pero no podía quitarselo de la mente, así como tampoco podía apartar el brillo de sus ojos, el tono de su tez, el olor de su piel, percibible aún a través de la lluvia.

Aferró el conejo de peluche con expresión de puchero e infantil desagrado. No creía en el amor a primera vista…
…Pero, obviamente, la obsesión al primer vistazo existía. Estaba siendo víctima de ella.

Aún llovía; según la tele, el clima o cambiaría hasta dentro de una hora, o más.Los planes de irse a pasear se fueron al bote, pero tampoco podía quedarse de parásito todo el día. Armada con un suéter grueso, jeans y pantuflas, encendió el horno, poniéndose a cocinar.
El olor a pastelitos prontó inundó la estancia, haciendola relamerse de puro gusto; Seguro el azúcar la haría olvidar a su pequeño gran incidente.

A pesar de no haber crecido en la pobreza, desde pequeña, sus padres la habían enseñado a ser autosuficiente, creándole una ideología de vida de “el dinero es importante, pero no lo es todo en la vida”. Ya a los nueve años cocinaba, lavaba los platos con su mamá, ayudaba a su padre en el taller e intentaba barrer la casa, aunque nunca fue buena porque le daban ataques de alergia las nubes de polvo.
Una de las razones por las cuales con apenas 17 años ya tenía vivienda propia.

Ay, mierda. No tenía glaseado. ¿Qué eran muffins sin glaseado? Se chocó la frente con la palma, como tenía de mala costumbre, mirando por la ventana. Ahora, el tiempo estaba bastante mejor; incluso, tentador para salir. Se cambió las pantuflas por unos zapatos, atándose un cinto en el cabello, sin maquillaje. Total, no iba demasiado lejos.
Por alguna razón (quizás una loca empapada montada en él), un elevador no funcionaba y no quería espera el otro, así que bajó corriendo las escaleras sin pensarlo mucho. Sus zapatillas hacían eco en las paredes de cerámica.

Los charcos reflejaban la luz brillante del sol, cuya tibieza rozaba sus mejillas con agradable reconforte. La tienda le quedaba cerca; además del glaseado, adquirió almendras, galletas, chicles y uno que otro chocolate, además de una caja de bombones que compartiría únicamente por su estomágo. Ya en el camino iba comiendoselos.
Otra vez a subir escaleras. Esta vez fue más lento debido a los paquetes, deteniendose de vez en cuando para jadear histriónicamente. Los vecinos discutían, veían televisión e incluso oyó un grito ahogado que no quería saber de donde provenía. En el piso cuatro, sin embargo, una voz captó su atención, haciendole asomar la cabeza por el pasillo.

Se quedó de piedra. Charlando con el señor Hoffman, estaba el mismo muchacho que se negaba a salir de su cabeza y que, al cabo de unos segundos de no apartar la mirada, volteó a verla…con su boca llena de chocolate en las comisuras, el cabello alborotado, y las manos cargadas de paquetes, como una universitaria desesperada.

-Trágame, tierra.



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